Sus escultoras seducen y amedrentan a la vez. Entran ganas de tocarlas, pero su textura puntiaguda repele todo contacto. "Siempre quise emular las espinas de los erizos de mar", compara su creadora, Jennifer Maestre desde Boston, "luchan por protegerse". Cactus de punta fina, gatos de orejas afiladas o peligrosas estrellas de mar. Maestre no es una escultora al uso. Sus inquietantes figuras, unas de ocho centímetros de alto, otras de medio metro, son torres de lapiceros. Sí, como lo oye. Las obras de Maestre se alimentan de lápices similares a los Alpino con los que coloreaba en el cole. Estructuras de cientos de pedazos de grafito -de unos tres centímetros de largo-, agujereados y ensamblados en resistentes hilos, como si fuesen collares.
"Son metáforas de nuestro empeño por protegernos, por defender nuestra personalidad y nuestra alma. Los seres vivos seducimos e inspiramos rechazo al mismo tiempo", teoriza.
A partir de ahí, Maestre, de 48 años, ha creado más de 60 esculturas que hoy se exponen en museos (como el Krannert Art Museum de Illinois o el DeCordova Museum de Lincoln), en galerías y casas particulares (sus delirios escultóricos alcanzan los 6.000 euros). Su técnica: el peyote. Un antiguo método, que toma prestado el nombre a un cactus alucinógeno de San Luis de Potosí (México) y que consiste en enfilar abalorios en un hilo. Una laboriosa tarea a la que dedica ocho horas diarias (tarda de dos semanas a un mes en terminar una pieza). "Uso unos 200 lápices para las figuras más pequeñas y unos 800 para las más grandes", detalla.
Sin embargo, la caja de herramientas de Maestre no siempre encerró anodinos lapiceros e inofensivos filamentos. "Empecé pegando clavos en mosquiteras. Pero me mareaba el olor del caucho líquido. Así que me pasé a los lápices. Aprendí la técnica del peyote en libros". La bombilla se le encendió en 1999, pocos meses después de graduarse en la Universidad de Arte de Massachusetts. "Me especialicé en esculturas de cristal. Pero salía muy caro. Alquilar un estudio con hornos cuesta unos 38 dólares la hora [25 euros]". Y añade: "Sale más a cuenta sacar punta a lápices".
Maestre, eterno culo de mal asiento, no se matriculó en la escuela de arte hasta los 30. "De joven, estudié Economía en Wellesley [la prestigiosa universidad de Boston donde estudió Hillary Clinton] para contentar a mi padre. He sido de todo: dependienta, camarera, cocinera. Hasta intenté montar una empresa de zapatos con una amiga". Su vida ha sido un baile. "Mi padre era astrónomo. Nací en Johannesburgo. Pero he vivido en Irán, Nuevo México, Barcelona...".
Aquella odisea intercontinental le ha dejado cierto poso artístico. "Visitábamos museos y me di cuenta de que me apasionaba el arte". Le hechizaron las caprichosas formas del art déco holandés, las estructuras orgánicas de Gaudí y el arte tribal de Papúa Nueva Guinea. Una magia animista de la que toma prestado el sentido de protección y supervivencia.
Volúmenes y tipologías desempeñan un papel fundamental en su obra. No extraña su pasión por el biólogo y filósofo alemán del XIX Ernst Haeckel. "Sus teorías e ilustraciones me dicen que el arte no agotará jamás las formas que existen en la naturaleza".
Cuando se estableció en Boston decidió hacer lo que mejor se le daba: bailar. "Trabajé como gogó de un grupo de garage durante 14 años. Hacían versiones de The Byrds y Fleetwood Mac. Lo dejé porque no me veía moviendo las caderas sobre un escenario a los 40".
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